Llegué como usuario a Facebook el domingo 29 de abril de 2007 a las 23:32 horas. Por lo que, al momento, llevo casi 11 años ingresando datos en esa red social.
Anoche pedí una copia de todo lo que he escrito, subido, comentado y guardado allí. En total, un poco menos de 45 Mb. Incluye lo obvio y un par de sorpresas: la guía de teléfonos de mi celular, completa (probablemente, del tiempo en que tuve instalada la app en el teléfono) y un listado de 200 empresas a las que la red ya le entregó mis datos.
Es decir, aunque los niveles de privacidad lo tengo en los máximos posibles, mi información o lo que publiqué allí, ya fue compartida.
Todo lo anterior viene a propósito de la idea que se ha esparcido en los últimos días acerca de abandonar esta red social. Las razones que se dan para este movimiento es su incapacidad para dar seguridad a los datos que allí se ingresan y la posibilidad cierta de que se use esa información para entregarme datos que se aprovecharán de mis debilidades (o necesidades) para ofrecerme contenidos que eventualmente me pudieran llevar a creer en algo que a alguien le interese tenerme como adepto.
Al menos eso es lo que hay tras el caso (aún en proceso de revelarse) de Cambridge Analytica, la empresa británica que está al centro del mayor esfuerzo conocido, por usar los datos de las personas para generar sistemas de publicidad individual para influir en el comportamiento de quienes reciben tales mensajes. Gracias a una tecnología que aprovechó los datos obtenidos de manera fraudulenta, logró perfilar a 50 millones de personas para entregarles mensajes que finalmente apoyaron las estrategias que hubo tras el triunfo del Brexit en Inglaterra y de Donald Trump en Estados Unidos.
Conociendo todo lo dicho, ¿hay que dejar Facebook? La respuesta no puede ser absoluta, especialmente en un país como Chile, donde la privacidad es un concepto que recibe poco cuidado: entregamos nuestros datos personales en cualquier parte, desde la portería de una oficina hasta la caja del supermercado.
Creo que lo que hay que hacer es tener cuidado de tres cosas: primero, entender dónde estamos y aumentar los niveles de proivacidad hasta donde sea posible. Luego, cuidar lo que publicamos (qué decimos y dónde), asumiendo que todo será conocido más allá del ámbito de dónde lo estamos afirmando; y por último, no creer todo lo que aparece en los espacios digitales que frecuentamos. Hay que tener un sano y permanente escepticismo.
Dicho en simple, no creer todo lo que te dicen, por muy serio que parezca. Vale decir, tal como lo hacemos en el resto de la vida fuera de una pantalla.
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